Me llamo Laura Pérez Castaño y dejo la política después de ocho años como concejala de feminismos y LGTBI del Ayuntamiento de Barcelona. Escribo estas líneas desde las enormes contradicciones que ha supuesto hacer política pública feminista y a la vez intentar trabajar desde la práctica feminista. Poquito se habla de esas contradicciones en los espacios políticos y considero que si no las abordamos, las frustraciones y las renuncias van a seguir a la orden del día. Vamos con tres de ellas.
PRIMERA: si las emociones también son políticas, ¿cómo se gestionan en un lugar donde están prácticamente vetadas? Las emociones tienen un papel importante en nuestras vidas y por eso lo primero que voy a decir es algo tan asombroso como que las personas que asumimos cargos políticos somos humanas. Con nuestras emociones tan a flor de piel algunos días como cualquier otra persona. Con cuerpos que se moldean como decía Ahmed y que “toman forma a partir de la repetición de acciones a lo largo de tiempo”. Pero nos dicen de muchas maneras, sin que haga falta utilizar las palabras, que las nuestras son emociones que hay que esconder, que nuestros cuerpos tienen que lucir impecables. Esa manera patriarcal que tiene la institución y los poderes políticos de expresar su género, escondiendo una de tantas verdades, que lo emocional es político, vaya que sí. Justamente el feminismo es el que abogó por esa politización y defendió revelar al espacio público el cuerpo, el cuidado, las emociones. Parémonos a pensar en todos los riesgos que ello supone para los peones indefensos que danzan sobre un tablero que no reconoce las reglas del juego.
De las compañeras con quienes comparto alianzas políticas, el paso por la institución y algunos tormentos, de las que formamos actualmente la red AKAFEM he constatado que la mía no es una experiencia individual sino colectiva, aunque haya sido vivida en soledad.
SEGUNDA: la voy a titular “¿quién manda aquí?”. El movimiento feminista ha reflexionado bastamente sobre las estructuras de decisión y la necesidad o no de contar con liderazgos para posicionar una agenda política que nos haga avanzar en derechos. El propio movimiento feminista en su práctica ha desafiado las estructuras verticales. En los años 70 Jo Freeman publica el ensayo La tiranía de la falta de estructuras, en el que aporta un análisis sobre la conformación del Movimiento de Liberación de la Mujer y los grupos sin liderazgo y estructura como forma organizativa.
“Las mujeres habían aceptado plenamente la idea de la falta de estructura sin percatarse de los límites que encerraba su aplicación. Se trató de utilizar el grupo sin estructura y las charlas informales, en cuestiones no adecuadas basándose en la ciega creencia de que cualquier otra forma organizativa no podía ser más que opresiva”.
La traslación de los ejemplos de horizontalidad y la reflexión feminista al ámbito de las organizaciones políticas y de la institución es compleja. Es un choque de lógicas. Vigilemos con romantizar una impugnación de las jerarquías sin más sentido que afianzar un discurso pero que se demuestra inviable a la práctica; atendamos a los riesgos de la informalidad que impacta de forma más notable a las mujeres -cuando las decisiones se toman en el bar al acabar la reunión, por ejemplo-. Y cuidado con hacernos trampas en solitario defendiendo que las jerarquías desaparecen o se relajan cuando hay mujeres al frente. Porque las dinámicas de poder no van a cambiar radicalmente por el hecho de que haya una mujer liderando un proyecto. Ni basta con cambiar un hombre por una mujer al frente de la organización política ni sirve esperar que la estereotipada esencia bondadosa de las mujeres llegue a modificar los patrones masculinizados de la política. Existe un imaginario idealizado sobre la horizontalidad que también ha acompañado la retórica de la feminización de la política, vinculando los liderazgos femeninos con formas menos autoritarias de ejercer el poder. De nuevo, patraña esencialista. En los espacios de la izquierda a menudo se ha caído en esa trampa que, utilizada como márquetin político, engaña con promesas de mayor cooperación y capacidad de diálogo si quien está al frente es una mujer. Es una obviedad que las mujeres podemos ser unas tiranas, tener actitudes autoritarias, mentir. Ser mujer no te hace bondadosa.
TERCERA: ¿Cómo practicar el feminismo en un espacio patriarcal? La política lo es. La institución lo es. Los partidos políticos lo son. Por más que entremos unas cuantas conjuradas a cambiarlo. Recupero a Friedan con aquella expresión del “malestar que no tenía nombre”, con la que denominaba ese sentir que le generaba a las mujeres blancas de clase media la asignación de los roles domésticos. El mío es también un malestar político al que me ha costado ponerle nombre. Porque no radica en el machismo esta vez, sino en las contradicciones feministas no resueltas.
La que habla de la auto exigencia consciente e inconsciente que nos hace llegar a no poder más. Literalmente. A construir discursos sobre la corresponsabilidad y no cubrir la tuya. A hablar de cuidados como si no hubiera un mañana cuando ya has perdido el punto de realidad de lo que supone cuidarse.
Lo has perdido tú pero también se ha perdido en lo colectivo. Serán tus espacios políticos, también los feministas, los que te pidan cuidados mientras se muestran exigentes en las respuestas, querrán ganar, liderar, no fallar nunca. Cuídate pero gana. Cuídate pero haz un discurso brillante, pon tu cuerpo ahí que ya nos hacemos cargo de lo difícil que es. Reconocemos el trabajo, qué maravilla. Pero qué sola a veces. Aprende a perder, que la política es conflicto. Y ponte el chubasquero, piel de chancho en la espalda para que no sean profundas las heridas. Qué cínico se volvió el discurso de los cuidados cuando es vacío.
¿Y qué decir sobre la dinámica de competición que impregna lo cotidiano pero a ti se te exige sobrevolarlo y salir indemne? En política se compite, por motivos más o menos inmaculados y honestos; en ocasiones por batallas ideológicas, por presupuesto, por prioridades, pero en otras por un aplauso, por reconocimiento público o por un simple retuit. Pero las feministas no competimos. Cooperamos. No exigimos, nos inspiramos en lo colectivo y crecemos con flores en las manos que nunca pinchan ni generan heridas. Las feministas en política somos seres de luz. Y los discursos esencialistas de los que nos hemos dotado para señalar el machismo nos vuelven cual boomerang para impactarnos en la cara.
Feminista. Sonríe. Ha sido un día duro.